EL TIEMPO EN ESTEPA

EL TIEMPO: PREVISIÓN METEOROLÓGICA PARA ESTEPA

viernes, 13 de noviembre de 2009

SEPTIEMBRE DEL AÑO 1564
"EL VIAJE A ESTEPA"
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(El texto siguiente es parte de un capítulo de mi libro "Del Guadalquivir al Paraná", donde se narra lo ocurrido al criado de don Juan de Torres de Vera y Aragón, a su paso por la vieja Cazalla de la Frontera, la actual Puebla de Cazalla)____________________________________________________

Ruinas del Castillo de la Puebla de Cazalla
Pasamos más tarde por la villa de Arahal y continuamos sin pararnos, pues la tarde se nos echaba encima y decidimos seguir. Estábamos ya a más de medio camino entre este último pueblo y Cazalla de la Frontera.
Para pernoctar buscamos cobijo en uno de los ventorrillos que hallamos. En sus cuadras descansaron los animales de las fatigas pasadas en el segundo día de viaje, y nosotros dormimos a pierna suelta bajo el techo de un cuarto sin camas, donde los haces de forrajes para el ganado nos parecieron el más mullido de los colchones de la realeza.
Como en el amanecer anterior, el sol salía perezosamente mientras nosotros nos encontrábamos ya, cruzando los campos de viñedos y pequeños lagares que hay próximos a Cazalla.
Pero la mala fortuna quiso que el primer tropiezo desagradable del viaje, me aconteciera por allí cerca.
Por endulzar la boca y calmar mi sed, cometí el error de bajar de la mula para coger un racimo de uvas de las que por ese tiempo ya se estaban vendimiando.
Me aparté un poco de la reata internándome en la viña con tan mala suerte, que un perro fiero que acechaba agazapado guardando los campos de su amo, saltó sobre mí en ese momento, sin ser esperado ni visto.
Echóme encima sus grandes y poderosas manos, arrojándome al suelo antes que yo acertara a alcanzar la mula para montar sobre ella y ponerme a salvo. Clavó con furia sus dientes en el muslo de mi pierna derecha, agujereándola y desgarrando algunos trozos de piel.
A pesar de esto fui muy rápido, revolviéndome quizás por el mucho miedo que tenía, y sobre todo, por la agilidad de mis pocos años, que hízome saltar como un felino sobre la asustada mula, salvándome así de ser más mordido por aquél animal que a mí me pareció estar loco, y además, salvaje
Gracias al socorro de mi tío, que al escuchar el barullo se acercó corriendo hasta allí con un palo que siempre llevaba a mano, y al perrillo que nos acompañaba, que también con sus ladridos salió en mi defensa, aquél animal se fue retirando un poco de mí, retrocediendo sin dejar de ladrar ni remover con sus patas la tierra de la viña, pero muy dispuesto a no renunciar a caer de nuevo al menor descuido sobre su presa.
Apartado, mirábame con mucha saña; y yo a él con mucho miedo temblando todo mi cuerpo, refugiado y a salvo en la alta y segura atalaya de los lomos de la mula.
Así, retrocediendo nos fuimos alejando lentamente del lugar hasta quedar fuera del alcance del maldito perro guardián de las uvas.
Sin ningún trapo con el que liar las heridas de mi maltrecha pierna, continuamos camino saliendo de allí como alma que lleva el diablo; entre furiosos ladridos de perros y pingoteos de las mulas asustadas.
En menos de dos horas, sobre media mañana podíamos divisar desde el camino las casas ya cercanas de Cazalla de la Frontera.
Era éste un pequeño lugar que estaba en las propiedades del II Conde de Ureña, don Juan Téllez Girón, que tras otorgarle la Carta Puebla el día 1 de Enero del año 1.502, comenzó desde entonces a llamarse La Puebla de Cazalla.
Pedí a mi tío que hiciésemos un alto en la dicha población o cerca de ella, pues el dolor en mi pierna malherida fatigábame bastante y pretendía lavarla y refrescarla, para ver si así, aflojaba un tanto el doloroso tormento que en ella sentía.
Compadecido de mi dolor, accedió y detuvímosnos al borde del lado derecho del camino a la salida de la población, en un barranquillo no muy alto, en cuya pared se halla hecha una hornacina cavada en la roca, y en su interior, hay una fuentecita de la que sale un pequeño chorro de agua.
Al no haber pileta que la recoja, ésta se pierde camino abajo no siendo aprovechada para abrevar el ganado ni las bestias; pero sí apaga la sed de los muchos viajeros que como nosotros, por allí pasan y saben de ella.
Los vecinos del lugar son llamados “moriscos” y la conocen como “la fuente del conejo.”
Cuando a ella llegamos encontrábase allí una mujer de unos cincuenta años, de rostro sereno, frente amplia, ojos dulces y proporcionadas y hermosas facciones.
Llevaba un rodete impecable detrás del cabeza, hecho con su cabello muy bien peinado y casi encanecido, que sujetaba con horquillas negras.
Tenía un delantal oscuro que cubría su vestido, y llenaba de agua un cántaro de barro y un cubo. Junto a ella estaba un niño que sería su nieto, y cuya edad no debía pasar de los cinco años.
Al bajar de su mula, mi tío Juan, a la vez que se quitaba su viejo sombrero inclinando ligeramente la cabeza, la saludaba así:
-¡A la paz de Dios, señora!
-Que vos vengáis con ella. –contestó la mujer.
Yo bajé apresuradamente de la mula sin atender mas que a los dolores que llevaba, y me acerqué a la fuentecita para lavar la pierna, pero ella al verme llegar hizo un gesto de compasión, y yendo hacia donde yo estaba, alzó sus manos abiertas llevándoselas espantada a la cabeza.
- ¡Ay Jesús! -exclamó al ver la pierna chorreando tanta sangre que empapaba ya el pernil de mis medias calzas, llegando hasta el alpargate.
-¡Pobre criatura! ¿Que te ha pasado hijo mío? –preguntó
angustiada.
Le conté lo ocurrido más atrás en la viña, y con sus delicadas manos de ángel, sin dificultad rasgó la tela que andaba ya muy pasada por lo vieja que era, y enseguida lavó las heridas de mi pierna con extremoso mimo y cuidado.
El niño miraba inquieto y expectante cuanto ocurría, y los trabajos que su abuela hacía en mi favor y ayuda. Observaba con grandísima curiosidad, como queriendo guardar en su memoria todo lo que veía, cual si pretendiera algún día, de mayor, contar o escribir aquellos hechos que ahora estaba viviendo.
-Antonio, -dijo al nieto, que así se llamaba- quédate aquí, que yo voy a la casa y ahora vuelvo.
Y en verdad que no tardó en venir, pues su casa estaba un poco más arriba en las afueras del pueblo, y no muy lejos de la fuente, casi pegando al camino.
Trajo un ungüento casero para curar y cicatrizar, hecho con plantas, romero, vinagre y sal. Y con mucha dulzura, colocó el emplasto sobre las heridas y vendó luego mi pierna con una poca de tela nueva y lavada.
Después, me dio un calzón limpio que debía ser de alguno de sus hijos.
No supe que decir; quedé sobrecogido por tanta bondad y sólo salió de mi boca un suspiro por el alivio de mi dolor, acompañado de algunas pocas y pobres palabras con las que agradecer lo mucho que recibía.
-Quiera Dios premiar vuestra caridad, y el bien que hoy hacéis conmigo señora. –le dije.
-No es nada hijo mío, -contestó ella- si vuelves a pasar otra vez por aquí búscame y ven a verme, vivo un poco más arriba en las primeras casas, muy cerca de la ermita de San José; pregunta por mí: me llamo Araceli.
-No se me han de olvidar jamás, vuestro nombre ni vuestra cara. –contesté.
- Que Dios os acompañe. –dijo dirigiéndose a los dos¬. A la vez que en mis mejillas depositaba un dulce beso.
Y tras despedirse de nosotros cargó sobre su cadera el cántaro, agarró el cubo de cuya asa se cogió el niño, y se fueron alejando subiendo la ligera cuesta con andar pausado.
El nieto volvía la cabeza mirando hacia nosotros, hasta que ambos desaparecieron del alcance de la vista, dejando en mi corazón una profunda y eterna huella...y mucho agradecimiento.
Desde que quedé huérfano y sólo en la vida, hasta ese día, jamás sentí tanta dulzura y cariño hacia mí. Agradecido y pensativo subí a la mula y arreamos para ganar el tiempo perdido y acortar distancias para llegar pronto a la villa de Osuna.
Un poco más abajo de la fuente, paramos en la orilla del río Corbones para que bebieran las mulas y luego lo atravesamos por un vado llano donde hay un viejo pontón de madera y muchos cañaverales dentro y fuera del río, extendidos por sus riberas.
Apuramos al punto la marcha con el ánimo puesto en llegar antes del atardecer a la antigua Urso.
Y así fue en verdad, pues estaba el sol muy bajo y próximo a esconderse tras el horizonte, cuando ya teníamos frente a nosotros y a corta distancia la visión de la villa ursaonense con sus blancas y arracimadas casas, plácidamente recostada sobre la ladera sur de un suave cerro.

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